La Culpa y la espera

jueves, 8 de enero de 2009 | |

Se puede hacer la mejor película del mundo con los pedazos prestados de todas las películas que has visto en tu vida.

Hacer la mejor película de la historia, con solo los pedazos cortados de todas aquellas películas que te han marcado la memoria: Lúcida, irresponsable, agresiva, con mucha sangre, mucho sexo explícito. Una película brumosa, siniestra.

Tomar las mejores escenas de amaneceres, de noches fragmentadas, escenas interminables de la ciudad de noche desde un automóvil en movimiento.

Atraviesas la ciudad con una sola idea fija en la cabeza: Un amanecer rojo.

No duermes. Lo planeas todo durante una sola noche, una noche húmeda, nostálgica, de fin de año.

El Ok Computer suena en la radio, como soundtrack.
Paranoid Android.

Do you remenber?
You Don´t remenber?


Los mejores amaneceres. Rojos y grises. Vistos desde una montaña desde donde se domina toda la ciudad.

O desde un departamento vacío.

Desde alguna plaza desierta.

Con un sol rojo que crece. Grande. Enorme y frío a la vez.

Corte a negros, para reaparecer en un coche que avanza por las calles desiertas de una ciudad que despierta lentamente. Dejas atrás, perdido en el retrovisor, la imagen de un barrendero, que se afana en limpiar las calles de una ciudad desierta que aun no despierta.

El cielo gris te observa como un ojo enfermo, cegado.

Un edificio. Un páramo. Después las escaleras (De madera oscura).

Un pasamanos antiguo, de piedra fría, que desemboca en un pasillo largo, mal iluminado por un ventanal sucio, que apenas si deja pasar la luz lechosa, gris de la mañana.

Caminas en silencio. Lo único que escuchas es el sonido pesado de tus pasos sobre las baldosas rojas y frías.

Sabes que has estado aquí en otro tiempo. En otra edad. En otra vida.

Llegas al final del pasillo. Una puerta de metal, pesada, oscura, siniestra.

Una pared blanca y una lámpara ennegrecida por el polvo que los años han abandonado sobre ella, que solo emite una tenue luz amarillenta, enferma, es todo lo que hay.

Tocas el timbre empotrado en la pared. Después el silencio se hace espeso.

Un silencio que es roto por unos pasos lentos, pesados, que se acercan a través de un largo pasillo atascado de libros.

Observas la sombra que crece y crece por debajo de la puerta.

Esperas.

En silencio, mientras la música cesa, esperas y aprietas con furia, con miedo, el hacha que guardas bajo el abrigo. La culpa ya esta ahí pero te muerdes los labios y no la dejas escapar. Las encías te sangran, tu boca sabe a barro, a polvo, a plomo.

El remordimiento estalla junto al primer golpe que cae sobre la frágil cabeza que se asoma por la rendija de la puerta. Un golpe seco y todo se habrá acabado. Un golpe seco y el mundo empieza a girar a toda marcha.

La mujer cae como una manzana sobre el suelo de madera. Muerta, con los ojos grises aferrados a tu cuerpo. Con la mirada helada aferrada a tus ojos cerrados que no quieren ver nada más.

Un golpe seco. Y todo se habrá terminado.

La música cesa, el mundo se ahoga, el silencio te agobia.

Tu corazón repica como un tambor.

Un nuevo día que comienza.

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