La fiesta

martes, 7 de abril de 2009 | |

Se apostaba fuerte, como siempre. Ahí estaban todos; los veteranos, los sobrevivientes de la guerra de Tamaulipas, los que llegaron de Veracruz y Chiapas. Más de cuarenta, bien comidos, mejor bebidos. La mota y la coca circulaban de mano en mano.

También estaban esos, los chapines, los que estaban en su casa, los que sabían que no podían descuidarse: los mexicanos eran menos, pero estaban mejor armados, tenían experiencia y eran sanguinarios. Ya lo habían demostrado en Zacapá y después. Habían arrasado con los Zárate, tenían dinero y a la muerte de su lado. Todos lo sabían.

También estaban los demás; los mirones, los que traían las bebidas, las mujeres, putas como siempre, que buscaban salir de Santa Ana y pensaban que alguno de los mexicanos podrían llevárselas. Estaban todos los que no habían sido invitados, pero querían beber y reír a costillas de otros.

También estaban los caballos: ninguna era pura sangre o descendiente de árabes, pero eran las mejores crías de la región. Los mexicanos habían traído a los suyos desde Tamaulipas, desde Veracruz. Los criaban con esmero. Les gastaban más dinero que a sus mujeres. Eran su orgullo y su orgullo es siempre bravío y arrebatado. No les gusta perder. Jamás.

Había Téquila y cerveza, Ron y Brandy. Para todos los que quisieran, para todos los que se habían enterado y se habían acercado al rancho. Algunos, los menos, prefirieron encerrarse en sus casas. Los Jarípeos no auguraban nada bueno. Nunca. Lo mejor era no tentar a la suerte.

La música de banda tronaba desde las bocinas, aderezadas por alguna que otra cumbia. El día iba cayendo entre saludes y abrazos cuidadosos.

No había confianza y las miradas endurecidas lo delataban. Algunos hombres, los menos, no habían bebido gota de alcohol y se mantenían cerca de las camionetas, con los músculos tensos. No fuera a ser.

Las primeras carreras fueron entre yeguas locales que no les importaban a nadie. Puro espectáculo para los lugareños, para ir calentando motores.

La carrera buena estaba preparada para el final, pero algunos de los chapines, habían traído sus caballos y querían correrlos con alguno de los del mexicano. Querían probarlos para próximas apuestas. Los mexicanos decían que sí a todo, soltaban sus caballos y seguían bebiendo. El jefe estaba feliz, seguro de que iba a ganar, así que ellos estaban tranquilos.

La única carrera que en realidad importaba era la última. El caballo ganaba, el jefe cobraba la apuesta y ellos podían irse de ahí, regresar al rancho tras la frontera y esperar nuevas ordenes. Siempre había nuevas ordenes, pero hoy era un día de fiesta, un día para relajarse y beber, para relajarse y verle las piernas a las morenas que iban de aquí para allá entre risas y coqueteos, entre burlas y alcohol.

Cuando el sol cayó, la carrera final se avecinaba. Uno a uno fueron llegando los dos caballos: primero el zaino del chapín. Nervioso, tenía una mancha blanca en la frente que lo hacía ver más peligroso. Después el azabache del mexicano, ese que ya había vencido en jarípeos en Veracruz. Un caballo fuerte, poderoso, negro completo.

Los dos se acercaron a la línea de salida con sus respectivos jinetes. El zaino se veía más liviano, pero eso no importaba. La carrera era de quinientos metros, la mejor distancia del negro.

El chapín disparó al aire, haciendo que los gritos de la multitud empezarán a apoyar a los dos caballos que salieron disparados en línea recta. Los jefes se habían puesto en la línea de meta, justo al final del terreno, para poder observar bien a bien cuál era el ganador. El zaino salió disparado, pero el azabache lo siguió de cerca. A la mitad de la distancia el azabache empezó a reducir la distancia, era más fuerte, más resistente y el zaino no le aguantó el paso. Al final, el azabache le ganó por menos de un cuerpo de distancia. Para todos fue claro. Los mexicanos gritaron de alegría: Su jefe había ganado medio millón de dólares.

Ahora solo faltaba cobrar y tomarse las copas finales. La fiesta buena se armaría del otro lado de la frontera, en merito territorio mexicano.

Pero el jefe chapín se negó a pagar, se puso necio el ojete. Sus allegados, sus socios lo calmaron, le dijeron que la victoria había sido clara, que no le quedaba más remedio que pagar. Le pidió a varios de sus hombres que fueran por el dinero. Éstos de dirigieron a una de las cabañas del rancho y salieron con un maletín negro que le entregaron a su jefe, que a su vez se lo pasó al mexicano. Éste lo recibió con cautela y se lo paso a uno de sus hombres.

Es hora. Nos llevamos caballos y el dinero. Cómo quedamos le dijo al chapín. Éste ya no respondió nada.

Hagan lo que quieran, no me interesa lo demás. Váyanse o quédense. Me da igual, les dijo a los mexicanos con furia en los ojos enrojecidos.

Los mexicanos abordaron lentamente las camionetas, se despidieron de las mujeres y se enfilaron hacia el camino que los sacaba a la frontera. El jefe se acercó a uno de sus hombres. No había confianza. Dos camionetas se quedaron escondidas entre la maleza.

Media hora después las camionetas estaban de regresó. El dinero estaba incompleto. La fiesta seguía y el jefe chapín estaba más animado: Había perdido su mejor caballo pero no les había dado todo el dinero a los mexicanos: se los había chingado.

Los primeros disparos cruzaron la oscuridad incendiando la noche. Iban dirigidos hacia la mesa del chapín. Doce balazos en el pecho y en la cabeza. Los demás iban hacia sus socios: nadie estaba libre de la venganza. Los gritos llegaban desde la noche, donde las camionetas de los mexicanos encendían el cielo a balazos.

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